del prudente saber y el máximo posible de sabor | Año xix Nº 10, enero-diciembre 2018 | ISSN 1515-3576| ISSN versión en línea 2618-4141
Trabajo e interacción: interpretación reivindicativa de un temprano tópico habermasiano
Juan Alberto Fraiman | UNER–UADER
Resumen
En el presente escrito expondremos la temprana distinción que efectúa Jürgen Habermas entre trabajo e interacción, en vistas a efectuar una reinterpretación crítica de Marx. Bajo ese marco, intentaremos mostrar como dicha perspectiva se opone principalmente a lo que denominaremos el “determinismo tecnocrático”, producto, en última instancia, de la reducción de la praxis política en técnica. Para arribar a esa conclusión será importante resaltar la influencia pocas veces reconocida de Hannah Arendt en ambos conceptos habermasianos. Más allá de las críticas que ha recibido la propuesta de Habermas e incluso las modificaciones posteriores que él mismo ha realizado, sostendremos que la tesis en torno a trabajo e interacción continúa siendo valiosa y, a la vez, controvertida para el marxismo, en tanto supone un antídoto frente a posturas deterministas y productivistas, y significa una reivindicación de la política como praxis social.
Palabras clave: trabajo, acción comunicativa, tecnocracia
Labour and interaction. A vindicating interpretation of early Habermasian topical
In this brief we will exhibit the early distinction that Jürgen Habermas between labour and interaction, in order to carry out a critical reinterpretation of Marx. Under this framework, we will try to show how such a perspective is mainly opposed to what will be called "technocratic determinism", product, ultimately, of the reduction of political practice in technique to arrive at that conclusion, it is important to highlight the influence rarely recognized of Hannah Arendt in both habermasians concepts. Apart from the criticism that has received the proposal of Habermas and even the subsequent amendments made by himself, supported the thesis labour and interaction is still valuable and, at the same time, controversial for Marxism as long as it is an antidote to deterministic and productivist postures, and means a vindication of the politics as social praxis.
Keywords: work, communicative action, technocracy
Introducción
La temprana distinción entre trabajo e interacción trazada por Jürgen Habermas ha sido fundamental para delinear sus primeras publicaciones durante los años 60 del siglo XX y no ha dejado de perder relevancia, más allá de las ulteriores revisiones y cambios que han acontecido en su programa de investigacióni.
En particular, la tesis de trabajo e interacción ha marcado el posicionamiento de Habermas con respecto a la obra de Marx y, en general, con el marxismo; ha establecido, podríamos decir, los lineamientos de su particular manera de concebirse como neomarxista con pretensiones de establecer los fundamentos de una teoría social crítica a la altura no sólo de los acontecimientos históricos de su época, sino también del cambio de paradigma en las ciencias sociales que incorpora el giro lingüístico-pragmático, el problema funcional de la contingencia y la complejidad, la mediación hermenéutica y el fundamento posmetafísico (Ureña, 2008: 113-123).
Sin embargo, su interpretación de Marx, a la luz de la distinción entre trabajo e interacción, ha concitado severas críticas (Giddens, 1997), aun de sus seguidores más cercanos (Mc Carthy, 1995: 35-61); en algunos casos se ha llegado a considerar una notoria incompatibilidad entre el enfoque habermasiano y la crítica de la economía política que ha emprendido Marx (Ruíz Sanjuán, 2017).
De nuestra parte, no pretendemos poner en discusión en qué medida Habermas es o no marxista, pero sí mostrar cuáles son las principales razones que, a nuestro criterio, impulsaron una delimitación entre trabajo e interacción y por qué esos motivos pueden interpretarse como vitales para una postura marxista.
En concreto, procuraremos exponer de que manera, con el par conceptual trabajo e interacción, Habermas se ocupa principalmente de realizar una crítica a lo que podríamos denominar un enfoque “determinista tecnocrático” fundado en la identificación de la praxis social con la técnica. En parte, el propio Marx incurre en ese reduccionismo, pero un determinismo tecnocrático acabaría por traicionar algunas de sus ideas centrales y anularía cualquier significado a la práctica política.
Para una cabal comprensión de los conceptos trabajo e interacción, es menester recuperar su particular interpretación de los escritos tempranos de Hegel en Jena y su discusión con Herbert Marcuse sobre el rol ideológico del complejo tecnocientífico en el capitalismo tardío del siglo XX. Además, estimamos necesario señalar el influjo de Arendt en la mencionada categorización habermasiana, pocas veces reconocido por sus críticos y comentaristasii. Esta autora será considerada imprescindible para aclarar las preocupaciones de Habermas al respecto.
Con la finalidad de desarrollar nuestro planteo, proponemos el siguiente recorrido: en primer lugar, referiremos a la lectura que efectúa Habermas de las Lecciones del joven Hegel en Jena y su conexión con Marx para dar cuenta del surgimiento de la delimitación entre trabajo e interacción. Su conceptualización definitiva le permite retomar y discutir con Marcuse acerca del problema de la técnica en el capitalismo contemporáneo, que aludiremos en la segunda sección. Posteriormente, nos ocuparemos de la posible influencia de Hannah Arendt en la determinación de trabajo e interacción. Por último, recapitularemos las consideraciones previas para repensar una crítica al determinismo tecnocrático desde un marxismo revisado.
Hegel y Marx a través de trabajo e interacción
En el artículo “Trabajo e interacción: Notas sobre la filosofía hegeliana del período de Jena” del año 1967 y en “Ciencia y técnica como ideología”, publicado al año siguiente, Habermas (1986) explicita su conceptualización del trabajo que distingue y contrapone a la interacción. Con ello, este autor critica sobre todo algunos aspectos categoriales de la obra de Marx y en general al marxismo, en tanto reduce la praxis social al proceso de trabajo de la especie humana, a su entender.
Habermas se va a servir principalmente de algunos pensamientos hegelianos vertidos en las denominadas Lecciones de Jena que conforman una perspectiva sistemática acerca del proceso de formación del espíritu, abandonada por el propio Hegel más adelante, tras la elaboración de la Fenomenología del Espíritu (Habermas, 1986: 11-12). El trabajo y la interacción aparecen entonces como dos formas del espíritu irreductibles (Habermas, 1986: 36) y, al mismo tiempo, ligadas entre sí bajo la forma institucionalizada de las normas jurídicas que regulan el intercambio de los productos del trabajo y las condiciones de reconocimiento recíproco en las interacciones (Habermas, 1986: 39)
La interpretación de Habermas sigue, en estos escritos, una crítica de Hegel a la concepción kantiana de la autoconciencia y de la acción moral, a partir de una comprensión intersubjetiva de espíritu, concebido como el proceso mismo de mediación entre aquello individual particularizado y una totalidad generalizada. El espíritu es la propia interconexión entre todos los elementos existentes; no puede ser comprendido solo como algo separado de los sujetos pensantes y actuantes. Por lo tanto, se rechaza la perspectiva que atribuye una conciencia del yo y una voluntad autónoma a individuos aislados y autosuficientes, trascendentalmente distantes de las interacciones efectivas; obligados a suponer en solitario una concordancia universal en las máximas de sus acciones con los demás agentes (1986: 16-18).
Las interacciones constituyen el ámbito en donde se forja la identidad del yo individual, la conciencia reflexiva y las relaciones éticas de los sujetos, traducidas ya aquí por Habermas como acción comunicativa. En cambio, interpreta que la filosofía práctica de Kant comprende a la acción moral como un caso de acción estratégica o acción racional con arreglo a fines (que, como veremos después, Habermas identifica con el trabajo): pues la voluntad moral kantiana implica, sobre todo, la toma de decisión entre alternativas de elección que se escogen de manera solitaria, monológica y que debe presumir, de manera especulativa y a priori, la concordancia con las demás voluntades (1986: 24-25). La perspectiva trascendental pierde de vista las efectivas relaciones éticas/comunicativas que constituye a los propios sujetos tanto en su aspecto cognoscitivo como moral.
Así pues, la voluntad moral y la autoconciencia reflexiva no aparecen como algo trascendental y originario, sino como resultados “devenidos” de las propias relaciones éticas, es decir, son ellos mismos parte de los procesos que se llevan a cabo bajo dinámicas dialécticas diversas. En los escritos hegelianos de Jena, se tratará pues de instancias de formación del espíritu aún no reunidas ni asimiladas entre sí en una figura unificadora –de ahí el interés de Habermas por esos escritos–, como más tarde sería la autoconciencia reflexiva del Espíritu Absoluto. Trabajo e interacción constituirán dos dimensiones completamente heterogéneas entre sí; seguirán, por así decirlo, dialécticas diferentes (Habermas, 1986:18).
En efecto, el trabajo es entendido como parte del proceso de formación del espíritu que posee un desempeño diferenciado del lenguaje y de la interacción. El trabajo es la manera en cómo el espíritu se diferencia de la naturaleza, estructurada por relaciones causales entre los elementos que la constituyen. Como un tipo de acción específico, el trabajo requiere la suspensión de los impulsos y deseos inmediatos para que el espíritu pueda tomar distancia de la naturaleza y así intervenir sobre ella, operando en sus mismas conexiones causales. Ajustado al mecanismo del mundo natural, el trabajo se constituye en un modo de intervención que produce objetos bajo reglas técnicas, orientado a la satisfacción de las necesidades. Se trata, en suma, de un hacer productivo que busca satisfacer las necesidades de manera más organizada y efectiva (Habermas, 1986: 28).
Con todo, desde la perspectiva de la formación del Espíritu, el factor clave es aquí el instrumento; como constante instancia mediadora universal. El instrumento –o la herramienta– es aquello que permanece más allá del acto del trabajo, de lo producido, consumido, de las aspiraciones y necesidades individuales; es lo que sobrevive de las experiencias subjetivas, para las generaciones futuras: en él se acumula y conserva todo lo efímero que concierne al trabajo, conformando el componente universal que se eleva más allá de las circunstancias contingentes en donde se desenvuelve (Habermas, 1986: 28-29).
En ese marco, la dialéctica del trabajo está centrada en el instrumento que obra también sobre el mismo ser actuante; adquiere un carácter ‘instrumental’, en el siguiente sentido: colabora para reafirmar la actitud represiva del actor con respecto a la satisfacción inmediata de sus necesidades y así sumergirse en el funcionamiento causal propio de la naturaleza. En otras palabras, el hombre crea y se deja rodear de instrumentos que consolidan su actitud, por así decirlo, ascética; ello le conferirá la disciplina que requiere una actuación exitosa en el entorno natural. Adentrado en esa causalidad, el espíritu mismo deviene objeto; se cosifica la subjetividad para operar sobre la naturaleza; (la subjetividad) vuelve contra ella (la naturaleza) su propia lógica causal (Habermas, 1986: 30).
Así se conforma la denominada conciencia astuta en una dialéctica de tipo instrumental. Habermas la distingue de la dialéctica del lenguaje simbólico/representativo y de la lucha a muerte por el reconocimiento. En particular, le interesa el contraste con esta última: en lugar de desplegar y controlar la causalidad de la naturaleza vemos, en la lucha por el reconocimiento, operar una causalidad del destino que parte de una comunidad ética desgarrada por sobreafirmación de una individualidad –cuando se comete un delito, por ejemplo–, poniendo en marcha un proceso de enfrentamiento, reconciliación y reconstitución de las relaciones fraternales en base a un reconocimiento recíproco de las identidades (Habermas, 1986: 20).
Se pone en evidencia un contraste entre la dialéctica propia del trabajo que involucra astutamente las relaciones causales de la naturaleza para su dominio y la dinámica específica de las relaciones de reconocimiento entre sujetos.
Habermas llama la atención entonces en la imposibilidad que plantea Hegel de pensar al espíritu como un proceso unificado en donde sus distintos aspectos –el trabajo, el lenguaje y la interacción– puedan ser fundidos en una misma estructura o lógica dialéctica (1986: 34). Tampoco se trata hallar una figura modélica, originaria y ejemplar, a partir de la cual se derivase las demás. En última instancia, “no sería posible reducir la interacción al trabajo o deducir el trabajo a partir de la interacción” (Habermas, 1986: 36).
No obstante ello, es posible pensar una articulación, entre ambas dimensiones, a través de las normas jurídicas: ellas expresan la institucionalización del reconocimiento mutuo entre las personas en tanto se constituyan como propietarios, es decir, como agentes de trabajo que participan en el intercambio de lo que les pertenece por haberlo producido. Así, los productos del trabajo y la acción misma de trabajar quedan ligados, en el tráfico social, a las expectativas recíprocas de interacción y, desde el punto de vista de la emancipación, la dialéctica de la lucha por el reconocimiento supone el desarrollo de una conciencia astuta y el éxito de la acción instrumental. No son aspectos aislados entre sí, ni autoexcluyentes (Habermas, 1986: 36-37).
Afirmando seguir el camino legado por Karl Löwith de identificar motivos subterráneos entre el pensamiento juvenil de Hegel y la posterior obra de Marx, Habermas liga la conexión apenas esbozada entre trabajo e interacción con la dialéctica entre fuerzas productivas y relaciones sociales de producción en el marxismo (1986: 48-49). Ello significa, por una parte, preservar la diferencia entre la esfera de la producción técnica y el ámbito de las interacciones simbólicas/normativas y, por otra, pensar su posible articulación e influencia recíproca.
Nuestro autor bosqueja un paralelismo entre Hegel y Marx; cada uno de ellos incluye en sus escritos juveniles una distinción entre trabajo e interacción y un principio de articulación que no se alcanza a desarrollar; a raíz de la evolución categorial posterior, se terminan cancelando las diferencias específicas de ambos términos (Habermas, 1986: 51). La disolución será a la manera idealista en el caso de Hegel y materialista, en Marx, como veremos a continuación.
En el primer caso, la dialéctica del trabajo se subsume y se asimila a la lógica idealista del reconocimiento recíproco. El trabajo no es ya entendido en un proceso de exteriorización, objetivación y reapropiación subjetiva, sino bajo los términos de la dominación, el enfrentamiento entre autoconciencias contrapuestas y la subsiguiente reconciliación, según se alude en el célebre pasaje sobre la relación entre el amo y el esclavo en la Fenomenología del Espíritu (Hegel, 2012: 113-120). Dicho de otra manera, a la actividad productiva misma se la piensa como una interacción; entonces, la naturaleza, como objeto a transformar por el trabajo, se subjetiviza. En ese vínculo intersubjetivo, se supone de antemano una identidad entre sujeto y objeto que prejuzga ya una marcha reflexiva hacia el saber absoluto. El trabajo como parte del espíritu objetivo, acaba subsumido en su devenir; se convierte en apenas un instante preparatorio para un proceso general dialéctico concebido más bien en términos idealistas, o sea, en el reconocimiento final de una identidad en principio escindida (Habermas, 1986: 48).
El Hegel maduro abandonará entonces la especificidad que porta aquella dialéctica del trabajo; ya no es más considerado un principio de la formación misma del espíritu. Con ello, se disuelve irremediablemente la diferencia y la relación que se pueda plantear entre interacción y trabajo.
En el caso de Marx, sucede a la inversa, según Habermas: la interacción se confunde con el trabajo. Esto es el camino hacia la emancipación que ocurre en el ámbito de las interacciones simbólicas y normativas se confunde con la propia actividad productiva (1986: 50).
Habermas plantea que ese reduccionismo aparece en las referencias metateóricas y no en el análisis histórico-empírico que el propio Marx efectúa. En ese sentido, el Marx que analiza situaciones históricas concretas, como, por ejemplo, en El Dieciocho Brumario de Bonaparte, debe suponer que los acontecimientos sociales efectivos no pueden reducirse al puro quehacer técnico. En verdad, lo que critica Habermas es la autocomprensión cientificista que por momentos parece dominar a Marx y ello lo conduce a poner en primer plano la evolución de las fuerzas productivas y subordinar a ella las prácticas sociales o entenderlas como intervenciones técnicas sobre la economía.
Aunque la disputa no parece ser directamente con Marx, sino con ciertas interpretaciones ortodoxas e incluso con derivaciones más bien doctrinarias que inspiraban de alguna manera la política planificada del denominado socialismo burocrático tras la Cortina de Hierro. En ciertos pasajes, Habermas lo expresa de una manera elocuente:
Ciertamente que Marx consideró el problema de hacer la historia con voluntad y conciencia como la tarea de una dominación práctica de los procesos de evolución social, incontrolados hasta el momento. Pero otros lo han entendido como una tarea técnica. Quieren poner bajo control a la sociedad de la misma forma que a la naturaleza, es decir, reconstruyéndola según el modelo de los sistemas autorregulados de la acción racional con respecto a fines y del comportamiento adaptativo (Habermas, 1986: 104)
Se puede leer a Marx preservando esas diferencias y entendiendo los procesos históricos como una interrelación dialéctica entre fuerzas productivas y relaciones sociales de produccióniii. Pero en el marxismo doctrinario acaba predominando una intelección de las interacciones bajo el modelo del trabajo concebido como disposición técnica.
En suma, Habermas va construyendo su binomio conceptual, trabajo e interacción, a través de esta particular interpretación de Hegel y de Marx. Se trata de una apelación a la Historia de la Filosofía, según sus propios dichos, para ir a la raíz de esos conceptos (Habermas, 1986: 68). Sin embargo, será en interlocución con Herbert Marcuse –emblemática figura de la denominada Escuela crítica de Fránkfort– cuando logra precisar esa conceptualización, en ocasión de la crítica a la ciencia y a la técnica como fenómenos ideológicos en el siglo XX.
Diferencias con Marcuse acerca del problema de la técnica
En la categorización propiamente habermasiana, trabajo va a equivaler a acción racional con arreglo a fines, según la terminología adoptada de la sociología clásica weberiana. Por su parte, la interacción será identificada como acción comunicativa; como tal, posee una estructura fundamentalmente simbólica y normativa, está ligada a posibles sanciones y a obligaciones impuestas por normas reconocidas intersubjetivamente. En cambio, el trabajo, al estar orientado por reglas técnicasiv basadas en conocimientos de carácter empírico para formular pronósticos acerca de sucesos observables, consiste en un tipo de acción denominada ‘instrumental’ o bien de ‘elección racional’, pues implica elegir entre diferentes estrategias para lograr un determinado fin bajo condiciones ya dadas; a su vez, tal elección se basa en un procedimiento deductivo que parte de máximas y reglas de preferencias o sistemas de valores (Habermas, 1986: 68-71).
Por lo tanto, trabajo alude a la actividad productiva específicamente moderna, esto es, al modo de vida sobrio y metódico, a la planificación y al control burocrático que incluye por lo demás un tipo de dominio impersonal, como lo revelan los célebres estudios weberianos sobre la ética protestante y el surgimiento del capitalismo (Weber, 1996: 3).
Habermas, en continuidad con la generación previa de la Escuela de Fráncfort, se muestra receptivo en relación a la problemática de la racionalización social impuesta por Weber a la discusión teórica social sobre el estudio del capitalismo moderno y pretende también integrarlo en su enfoque crítico (Sitton, 2006: 60-94) (Wiggerhaus, 2010: 796). En particular, “Ciencia y técnica como ideología” (Habermas, 1986) recoge la recepción de Weber que efectúa Marcuse, de modo tal que no duda en asociar al trabajo, en cuanto racionalidad con arreglo a fines, al desarrollo de las fuerzas productivas y a la actitud técnica de dominio y control, en principio sobre la naturaleza, luego extendido también al mundo social.
Más adelante, en su Teoría de la acción comunicativa, la recepción de Weber será fundamental para desarrollar en Habermas una concepción de la racionalización social del mundo moderno, ligado a la expansión de los ámbitos institucionales estructurados bajo el modelo de la acción social con arreglo a fines (Habermas, 1987: 197-200) (Sitton, 2006: 60-94). Ello se manifiesta fundamentalmente en el proceso de desencantamiento de la naturaleza, en la desacralización de la tradición cultural y en la formalización de la estructura jurídica (liberada de una ética sustantiva), consolidando un proceso evolutivo de racionalización social en el mundo occidental con consecuencias patológicas asociadas, en términos habermasianos, a la pérdida de sentido y de la libertad (Habermas, 1987: 249-330). Según su propio entender, tales consecuencias patológicas no se pueden derivar analíticamente desde una perspectiva marxista, por así decirlo, ortodoxa, que refiera cada paso evolutivo exclusivamente a la dinámica de las fuerzas productivas.
En cuanto al trabajo, en las condiciones modernas, implicará, desde esta perspectiva, una relación instrumental de dominio con la naturaleza, supone un tipo de racionalización social ligado al quehacer típico del empresario capitalista, del obrero industrial, del político profesional, del funcionario burocrático –según las semblanzas proporcionadas por Weber (1996) – y se vincula a su vez con el desarrollo de la ciencia y la técnica.
Pero Habermas también se hace eco de la crítica de Marcuse cuando revela que no se trata simplemente del desarrollo de una racionalidad formal impersonal, por así decirlo, despojada de subjetividad –que Weber contrapone sobre todo a una racionalidad ética sustantiva–, sino que consiste fundamentalmente en una proyección subjetiva e histórica de dominio político específicov. Tal relación de dominación no es meramente formal ni neutral a ciertas finalidades sustantivas relacionadas con la vida los individuos, por así decirlo, subsumidos al desarrollo tecnológico, al incesante incremento de la productividad, a un control más efectivo de la naturaleza y a una vida más confortable e integrada al sistema social. De esa manera, la ciencia y la técnica son las formas institucionales que legitiman y al mismo tiempo encubren el modo de dominación contemporáneo.
Con ello, aun los asuntos políticos de interés común se sustraen al debate público que involucrarían al conjunto de la ciudadanía y se resuelven finalmente como cuestiones técnicas a cargo de profesionales expertos, ejerciendo un nuevo tipo de poder cuya legitimación emanaría de esa capacidad técnica de adoptar las estrategias correctas, tomar las decisiones adecuadas, utilizar las tecnologías pertinentes (según los fines propuestos y las condiciones dadas) para resolver problemas, analizar y planificar comportamientos humanos, proyectar resultados y controlar sus posibles efectos en el entorno (Habermas, 1986: 54).
Indudablemente, la estructura de la acción racional con respecto a fines implica ya un ejercicio de control proyectado en el progreso científico-tecnológico y en los imperativos técnicos que configuran íntegramente la vida social en el capitalismo posindustrial. Por lo tanto, la emancipación radicaría, para Marcuse, en adoptar una técnica alternativa y en una ciencia cualitativamente diferente que subjetivice las interacciones con la propia naturaleza, como un elemento clave para acabar a su vez con las relaciones de dominio entre los hombres (Habermas, 1986: 60).
En este punto, para tomar distancia de Marcusevi, Habermas esgrime el carácter inmanente del desarrollo de la técnica y de la acción racional con respecto a fines a la condición antropológica. Esto es, la disposición objetivadora de dominio frente a la naturaleza constituye un principio necesario del desarrollo técnico en el género humano. Se torna imposible pensar una actitud técnica alternativa, pues la estructura lógica básica de la acción racional con respecto a fines implica asuntos tales como la prosecución de la autoconservación bajo diversas situaciones cambiantes, la satisfacción de las necesidades materiales mediante el trabajo social que a su vez supone un progreso científico-técnico, por así decirlo, insustituible. Si bien puede entenderse, desde Marcuse, a la ciencia y a la técnica como proyecto humano, no se trata de algo “superable” o históricamente reemplazable. Para Habermas, el problema no es trocar la técnica, sino que su lógica no penetre –y de esa manera no distorsione– las interacciones mediadas por el lenguaje, estableciendo relaciones de dominio “tecnocrático” entre los hombres.
Habermas esgrime algo así como razones de índole histórico-antropológicas pero también “orgánicas” para fundamentar el carácter insustituible de la técnica, tal como la conocemosvii. Recurriendo a Arnold Gehlen, afirma que el progreso técnico es un producto de la evolución de la especie humana y de la proyección de sus funciones orgánicas que sirven a la supervivencia. Es decir, el desarrollo de la técnica parte de crear herramientas que reemplacen –de manera cada vez más efectiva– funciones en principio disponibles de manera orgánica (de locomoción, de producción de energía, percepción y de control), objetivando e incrementando la capacidad de control propia de la acción racional con arreglo a fines (Habermas, 1986: 61-62). Podríamos decir entonces que la técnica, como extensión y objetivación de las funciones orgánicas más elementales de supervivencia de la especie humana, plasma, en última instancia, la estructura del trabajo, que deviene entonces en una esfera insustituible de la humanidad, porque hace al mantenimiento de la propia vidaviii.
En estas líneas habermasianas, el trabajo representa ya una condición inscripta en la propia constitución de la especie humana y conlleva estructuralmente una irreemplazable actitud instrumental frente a la naturaleza; aquí radicaría el punto más fuerte de discusión con Marcuse que nos sirve para señalar su diferenciación de la interacción. A la interacción le corresponde una actitud regida por normas morales y supone en principio un reconocimiento mutuo de los interactuantes como sujetos o interlocutores; en ella se atribuyen recíprocamente expectativas de comportamiento acorde con esas condiciones normativas compartidas y ligadas a posibles sanciones morales. Esas relaciones se producen a través de una estructura lingüística-simbólica compartida (Habermas, 1986: 68-69).
En cambio, como ya hemos visto, el trabajo supone una actitud de disposición y control sobre objetos, orientada por reglas y capacidades que persiguen la eficacia instrumental –no cuentan, naturalmente, como obligaciones de índole moral–; mediadas en todo caso por aparatos técnicos que han sido ideados como extensiones del organismo humano bajo el imperativo del mantenimiento de la vida o supervivencia de la especie.
Cabe destacar, sin embargo, que de ese razonamiento no se deriva necesariamente la idea de la imposibilidad para establecer algo así como una relación intersubjetiva-ética con la naturaleza, incluso de carácter fraternal. Es decir, no se rechaza de plano pensar a la naturaleza como una entidad también subjetiva o como un tú en una interacción. Pero resulta muy improbable, según Habermas, que esa actitud fraterna o presuntivamente intersubjetiva pueda sustituir al trabajo y así renunciar a la disposición objetivadora y controladora del entorno naturalix.
En última instancia, se debe preservar esa distinción para no concebir la praxis estrictamente humana como una extensión de la actividad técnica que el hombre aplica y ha desarrollado sobre la naturaleza. Se trata de evitar caer lo que, en algún momento posterior de su obra, Habermas (1989b) ha denominado el paradigma productivista, sobre todo en el ámbito de debate marxista. Pero ello no significa arribar a la postura inversa, es decir, entender las relaciones con el entorno natural como si fueran interacciones en un sentido estricto. Al respecto, estimamos que podemos dejar más en claro esta cuestión, si ligamos la postura de Habermas con el pensamiento de Hannah Arendt.
La influencia de Arendt en trabajo e interacción
En el siguiente apartado, intentaremos mostrar cómo es posible reconocer la influencia del pensamiento de Hannah Arendt en la elaboración de trabajo e interacción.
Lo curioso es que Habermas no lo expresa abiertamente en sus artículos ya citados, aunque en ocasión de un escrito dedicado a Alfred Schütz, afirma lo siguiente:
De Hannah Arendt aprendí por dónde había que empezar una teoría de la acción comunicativa. Lo que no alcanzo a comprender es por qué ese enfoque habría de estar en contradicción con una teoría crítica de la sociedad. Yo encuentro más bien en él un preciso instrumento analítico para resguardar la tradición marxista de sus propias confusiones productivistas (Habermas, 1980: 358)
Sin dudas, la cita expresa ya la idea general que deberíamos, en todo caso, desplegar: ¿en qué sentido, Hannah Arendt ofrece un instrumento analítico adecuado para evitar caer en una postura productivista y tecnocrática en el marxismo? A continuación exploraremos una posible conexión de trabajo e interacción con algunas categorías elementales de Arendt.
En la conocida distinción arendtiana entre labor, trabajo y acción (1997) (2003), surge una descripción del trabajo productivo que nos permitirá señalar algunos rasgos también incorporados en la tipificación de Habermas. En particular, el trabajo es pensado aquí como el acto de producir objetos durables, diferenciado de la labor, en tanto actividad ligada a los procesos biológicos del cuerpo, orientada a satisfacer las necesidades vitales que comparte el ser humano con todos los organismos vivos (Arendt, 2003: 21).
Esto es, la labor obedece directamente a las funciones corporales y está sujeta al ciclo vital del organismo, a la insoslayable necesidad de subsistencia. Su carácter es estrictamente “repetitivo” y no productivo. En cualquier caso, si se produce algún artefacto, es algo efímero, destinado al consumo inmediato para la supervivencia (Arendt, 2003: 22)
En cambio, el trabajo implica la fabricación de algo durable, que puede ser acumulado e incluso persistir más allá de la vida individual que lo ha producido. En lugar de bienes de consumo, el trabajo produce objetos de uso, artificios que trascienden al individuo y que conforman el mundo compartido socialmente. El carácter estable de aquello producido por el trabajo, hace que sea considerado de manera independiente del productor y del mundo natural circundante. Tal mundo artificial adquiere cierta objetividad en la medida que aparece como una realidad externa, aun ofreciendo resistencia u oposición a la propia vida humana en cuanto parte del ámbito natural: los objetos producidos implican artificios que interrumpen o modifican externamente la marcha o el ciclo de la naturaleza (Arendt, 2003: 21-24).
A su vez, el trabajo es concebido como la actividad humana que posee principio y una finalidad determinada. Es un tipo de hacer que implica un plan preconcebido, una determinación previa de la finalidad; no se configura como un ciclo repetitivo donde se desdibuja su comienzo y su fin (Arendt, 1997: 98).
Sus componentes fundamentales son los medios, es decir, los instrumentos y demás recursos tomados como tales y el fin o propósito que el actor concibe previo a la ejecución de su actox. Los medios son relevantes en la medida que permanecen también más allá de la existencia del propio productor. A su vez, la finalidad del trabajo es la fabricación de algo que es objeto de uso (contrapuesto al consumo inmediato); por lo tanto, no se trataría de una finalidad en sí misma, sino que también opera como medio para fines ulteriores, inscribiéndose así en un proceso de medios y fines sucesivos, animado por una dinámica, en última instancia, utilitaria: No aparece el fin último que suministre un sentido global a este encadenamiento de medios y fines; salvo la propia utilidad como significación (Arendt, 1997: 99).
El carácter utilitario y teleológico del trabajo remite al propio sujeto productor como homo faber que domina y dispone de la naturaleza y de sí mismo, en cuanto planifica con plena conciencia su actividad:
El hombre, el fabricante del artificio humano, de su propio mundo, es realmente un dueño y señor, no sólo porque se ha impuesto como el amo de toda la naturaleza, sino también porque es dueño de sí mismo y de sus actos (Arendt, 1997: 99)
En la exposición argumentativa de Arendt sobre el trabajo productivo resuenan en gran medida las consideraciones heideggerianas sobre la técnica (Heidegger, 1994) y las célebres tesis sobre la crítica a la racionalidad instrumental formuladas por Adorno y Horkheimer (1994) desde la primera generación de la Escuela de Fráncfort. Así, por ejemplo, se introduce una contraposición entre los objetos “utilitarios”, frutos del desarrollo de la productividad técnica y la obra de arte en cuanto aparece como pura finalidad “improductiva” (Arendt, 2003: 102). El objeto estético y la actividad artística en sí misma aparecen directamente contrapuesta y no derivados del trabajo, en cuanto actividad humana primaria, tal como podría desprenderse de un enfoque marxista, por ejemplo, de Lukács (2004) quien, entonces, sería tildado de “productivista”xi.
En ese sentido, subrayaremos su propósito de distinguir y señalar los rasgos irreconciliables que presentan entre sí la acción humana y el trabajo, de modo que no se puede simplemente reducir las diferentes actividades humanas y, sobre todo, la praxis política a meras variantes derivadas del trabajo productivo. Sin dudas, Habermas intenta seguir por ese camino.
Nuestro abordaje del trabajo está focalizado principalmente a confrontarse con la acción, según el tratamiento de la temática que pretendemos recuperar de Arendt. De esa manera, destacaremos cuatros aspectos diferenciales de la acción en la propia exposición de la pensadora alemana: 1) la acción supone un vínculo entre sujetos (y no una relación de sujeto-objeto, ya sea en términos cognoscitivos o técnicos), 2) se desenvuelve en el lenguaje y bajo sus potencialidades expresivas, 3) se caracteriza también como irreversible, 4) por último, resaltaremos el carácter ético-normativo que se deriva de esta noción de acción en contraste con el trabajo productivo (Arendt, 2003: 21-25).
1) En principio, la acción supone una trama de relaciones humanas que las antecede; ella misma consiste fundamentalmente en esa trama: la acción es siempre concertada, llevada a cabo por varios sujetos. Aquí no hay nada que se constituya en objetos de control o de predicción como en el trabajo. Las consecuencias de nuestros actos no se pueden medir ni disponer como si fueran instrumentos o recursos manipulables. Arendt quiere hacer notar aquí una fragilidad esencial en cuanto a los vínculos que se puedan tejer entre los sujetos interactuantes. Los sujetos se revelan así dependientes unos de los otros en el actuar entre ellos y no como individuos que se enseñorean del resultado de su producción, imprimiéndole sus propias determinaciones y finalidades utilitarias.
2) En segundo lugar, la acción constituye una expresión siempre singular, como manifestación de alguien individualizado, comportando un inequívoco aspecto expresivo-lingüístico, en el seno de un mundo social compartido y la vez pluralizado.
3) Además, las acciones humanas son también irreversibles; esto es, no sólo no se pueden repetir –como la labor– sino que tampoco es posible deshacer y rehacer como es el caso del trabajo. El trabajador sí puede incidir una y otra vez sobre los productos que crea.
4) No obstante, el carácter irreversible de las acciones debe comprenderse en relación a las promesas y al perdón como formas de compromiso normativo que ligan a las acciones humanas entre sí, compensando, en cierta medida, la irremediablemente fragilidad de los vínculos intersubjetivos.
En consecuencia, la acción no puede ajustarse sin más a la planificación y al control; supone algo así como una irrupción imprevista que implica un inicio, un punto de partida novedoso, no calculado. Arendt lo asocia directamente con la libertad, en los términos de una recuperación del pensamiento ético y político de Aristóteles (2003: 37-41).
El esfuerzo está centrado en distinguir y prevenir cualquier posible confusión entre el acto productivo y la acción en sentido estricto, según Arendt. La acción se desenvuelve en marcos intersubjetivos, lingüístico-discursivos, normativamente configurados. En cambio, el trabajo queda relegado al quehacer productivo despojado de toda significación normativa, estética y, fundamentalmente política. Esto podría derivar en una fuerte crítica al desgajamiento analítico entre el trabajo y la praxis propiamente política que aludiremos más adelante.
No obstante, de tal fuente, Habermas extrae una inigualable inspiración para contraponer al así llamado “productivismo” su perspectiva comunicativa de inspiración crítico-marxista, a pesar de las serias objeciones que le plantea a Hannah Arendt (Kohn, 2009).
Así, en la temprana recesión dedicada a Historia de las dos revoluciones, en el año 1966, entre las severas críticas que le propina, Habermas concede que, sin embargo, “Arendt insiste con razón en que la realización del bienestar no debe confundirse con la emancipación con respecto al dominio” (1980: 204). Una observación similar efectúa un año después cuando redacta nada menos que “Trabajo e interacción. Notas sobre la filosofía hegeliana del período de Jena”. Allí, Habermas concluye que “La emancipación con respecto al hambre y la miseria no converge de forma necesaria con la emancipación con respecto a la servidumbre y la humillación, ya que no se da una conexión evolutiva automática entre el trabajo y la interacción” (1986: 51).
Prácticamente, Habermas repite, en su estudio sobre Hegel, la misma expresión formulada en la previa reseña de Historia de las dos revoluciones. Sin dudas, imbuido por Arendt, advierte que no se trata de trasladar para las relaciones humanas la lógica del dominio sobre la naturaleza, es decir, del trabajo.
Allí encuadra Habermas su crítica a una perspectiva marxista que reformula la conexión dialéctica entre fuerzas productivas y relaciones de producción en términos mecánicos y hace forzosamente confundir o no distinguir suficientemente el progreso técnico, derivado de las relaciones sociales de trabajo, de la emancipación de las relaciones humanas. Existe previamente un tratamiento de Marx en Hannah Arendt de similar tenor (2007). A grandes rasgos, la gran coincidencia reside en el ánimo de distinguir analíticamente la actividad comunicativa de las prácticas productivas.
Las consecuencias de esa confusión entre trabajo e interacción son incluso peligrosas en términos prácticos, pues anularía u oscurecería el carácter libre de la acción humana. Si cabe pensar los problemas del capitalismo en términos técnicos, se trataría de incrementar la producción para completar las necesidades aún insatisfechas, pero se pasa de largo las relaciones de explotación y servidumbre que estructuran el orden social como tal y requieren de la política –en términos de Arendt, de la acción– para afrontarla.
En ese sentido, Habermas intenta tomar distancia de lo que proponemos denominar el “determinismo tecnocrático” en el marxismo. Es decir, el planteo unilateral de la evolución de la especie humana y de las transformaciones sociales hacia su liberación, a través del desarrollo intensivo de las fuerzas productivas y la intervención técnica al servicio de ella; produciendo automáticamente las innovaciones de las relaciones sociales de producción y desplazando a la política, tal como lo había concebido Hannah Arendtxii.
Al mismo tiempo, no podemos eludir el carácter controversial que significó la propuesta habermasiana en torno a trabajo e interacción desde una posible lectura propiamente marxista: si los aspectos específicamente normativos, lingüísticos y políticos se sitúan solo del lado de la interacción, ¿acaso no se estará “despolitizando” ideológicamente al trabajo, al quehacer productivo y, en términos más generales, a la organización social de la economía? (Giddens, 1997). Sobre esta cuestión, también parece Habermas estar afectado por el influjo de Arendt, a pesar de intentar desmarcarse de esas derivaciones. Prueba de ello, son sus propias críticas a Arendt que bien podrían ser dirigidas a él mismo, cuando afirma por ejemplo que, según ella, “la institucionalización de la libertad pública no debe quedar lastrada por los conflictos del trabajo social y las cuestiones políticas no deben mezclarse con las cuestiones socioeconómicas” (Habermas, 1980: 201).
Para Habermas, Arendt aporta una valiosa lección acerca del sentido de la libertad y la praxis política no subsumida a la lógica del trabajo, pero ella misma cae en una especie de “purismo” de la praxis política liberada ideológicamente del trabajo, bajo el ideal de la acción extraído del mundo antiguo griego (Habermas, 1980: 200-201). De todas maneras, parecería ser que es el propio Habermas quien incurre en el equívoco atribuido a Arendt.
Conclusiones
La propuesta temprana de Habermas sobre trabajo e interacción ha recibido múltiples objeciones, centradas sobre todo en su interpretación tecnicista y productivista de Marx. Más allá de esas críticas que no pretendemos en este lugar recusar, intentamos comprender las genuinas razones que impulsan a conceptualizar y delimitar trabajo e interacción.
Por un lado, la intención de no asimilar trabajo a interacción, como hemos visto, significa en última instancia que los problemas fundamentales de la sociedad capitalista contemporánea no son estrictamente técnicos, sino políticos. No cabe simplemente aguardar a que las fuerzas productivas se desplieguen de una manera aún más intensa. Al respecto, la propia actualidad ya nos da un mentís, dado que hoy en día la producción de bienes y mercancías superan ampliamente las necesidades insatisfechas, mientras que, a la par, se incrementan las desigualdades económicas, se agravan las crisis institucionales políticas y se consolidan los regímenes autoritarios e incluso los estados criminales (Oxfam, 20018).
En la crítica a lo que hemos dado en llamar el “determinismo tecnocrático”, Habermas prefiere seguir la estela del pensamiento arendtiano más que a Marcuse, para resguardar la diferencia entre trabajo e interacción. Pues no se trata tampoco de asimilar el trabajo a la interacción –como parece sugerir Marcuse– para repensar la técnica y la productividad bajo el modelo de una relación intersubjetiva. Sería impensable una sociedad que renuncie completamente al creciente control y dominio del entorno natural, o sea, a la técnica tal como efectivamente se da. El desarrollo de las fuerzas productivas ocupa un lugar necesario mas no suficiente para el proceso emancipatorio de la humanidad.
Asimismo, el determinismo también lo podemos encontrar en el devenir del espíritu absoluto en el Hegel maduro, solo que en clave idealista. Así como en Marx hay una cierta oscilación, para Habermas, entre una postura determinista y un énfasis en la acción, en Hegel nota en principio una cuidadosa distinción que se diluye más tarde en la lógica del reconocimiento del Espíritu consigo mismo.
Por su parte, no tardará mucho tiempo el propio Habermas en comenzar a esbozar una teoría sustantiva de la sociedad centrada en la acción comunicativa (1989a). Pues, en definitiva, la interacción, expresada también como acción comunicativa, se transforma en un principio de la dinámica de transformación social hacia la emancipación que no está subsumido a una teleología de la historia ni equiparado a una lógica estratégica o técnica. Algo de ello aparece ya esbozado en el joven Hegel como causalidad del destino y luego en Marx, como transformación de las relaciones sociales de producción.
A la vez, su lectura de Arendt lo conduce también a una problemática en torno a la significación del trabajo y del mundo productivo para la vida política en una sociedad organizada en términos capitalistas. Este aspecto problemático no podemos más que mencionarlo, pero ello evidencia todavía más la presencia de Arendt en las lecturas habermasianas de trabajo e interacción.
Ahora bien, se podría admitir que únicamente bajo el esquema categorial de Arendt, puede Habermas leer a Hegel y a Marx, extrayendo de cada uno de ellos una tendencia determinada y, a la vez, los correctivos necesarios para no sucumbir en el determinismo tecnocrático, que acabará traicionando el significado profundamente político de los escritos de esos autores.
En particular, desde el marxismo, la invocación restringida al necesario despliegue histórico de las fuerzas productivas y al presunto saber técnico de un grupo reducido de “especialistas” constituye ya en sí mismo un fracaso para la liberación de la humanidad y anticipa una nueva servidumbre en manos de quienes minoritariamente detentan la potestad de implantar ese proceso.
Por eso, en ocasiones, el propio Marx ha advertido claramente cuáles serían las bases de una auténtica emancipación. Así, frente al programa político impulsado por el partido socialdemócrata alemán y el movimiento lassalleano, no ha vacilado –junto con Engels– en declarar lo siguiente:
Hemos formulado con motivo de la creación de la Internacional, la divisa de nuestro combate: la emancipación de la clase obrera será obra de la clase obrera. Por consiguiente, no podemos emprender un camino junto a personas que declaran abiertamente que los obreros son demasiados incultos como para poder liberarse por sí mismos, y que deben ser liberados desde arriba, o sea, por los pequeños y los grandes burgueses filantrópicos. (Marx, 2012: 51)
En ese sentido, creemos que subsiste un núcleo político en el pensamiento de Marx que, de alguna manera, Habermas intenta recobrar, con la mediación de Arendt, bajo la rúbrica conceptual de trabajo e interacción.
Notas
i Tras la publicación de la Teoría de la acción comunicativa en el año 1981, no resulta difícil inferir que Habermas ya no mantiene, al menos de manera idéntica, la tesis de Trabajo e Interacción. Basta con leer algunas líneas de su concepto de acción comunicativa y la centralidad que les otorga a los patrones de integración social, para darse cuenta que, por ejemplo, el trabajo mismo es una forma de interacción específica, por lo que echaría por tierra esa diferencia. Sin embargo, no resulta descabellado aventurar que de alguna manera su delimitación pervive reformulada en los pares conceptuales como integración sistémica y social e sistema y mundo de la vida (Aguilar, 1995).
ii Desde luego que está ampliamente estudiada la influencia de Arendt en Habermas, pero sobre todo en relación al problema de la constitución de la esfera pública, basados sobre todo en Historia y crítica de la opinión pública (1985).
iii En la Reconstrucción del materialismo histórico (1992) y también en Problemas de legitimación del capitalismo tardío (1999), publicados respectivamente en los años 1975 y 1977, Habermas va a desarrollar un esquema evolutivo que involucre los aspectos institucionales, morales y cognitivos. Sin embargo, ya en esos escritos de 1967 y 1968 están señalados los elementos principales basados en la distinción fundamental entre trabajo e interacción.
iv Habermas recurre a una división entre reglas técnicas y normativas ya formulada por Durkheim (Habermas, 1986: 55).
v Cabe observar que tal interpretación de Marcuse ha sido objetada posteriormente por desconocer el abordaje multidimensional que posee la racionalidad en Weber, pues este autor no identifica simplemente a la racionalidad con la racionalidad formal cuya paradigmática expresión lo configuraría la vida moderna occidental (Kalberg, 1977:12).
vi Vale aclarar que Habermas, pocas líneas más adelante, reconoce que el propio Marcuse también manifiesta sus dudas respecto a la posibilidad de desarrollar una técnica y ciencia alternativa y no mantiene una opinión terminante sobre este asunto (1986: 59).
vii El carácter histórico de la técnica es claramente relativizado por el propio Habermas; por momentos, prevalece incluso un tipo de argumento que alude más bien a cuestiones orgánica-evolutivas: la historia del desarrollo de la técnica no forma parte de una época o de una cultura determinada, sino de la especie humana en su conjunto, como un devenir que incluso ocurre a espaldas de sus propios agentes, cuya forma inicial están ya predeterminadas en su propio organismo. Desde la teoría del conocimiento, Habemas arriba a similares conclusiones, al ligar el interés técnico, como fundamento de las ciencias empírico-analíticas, a la evolución de la especie humana como tal (1982). Al respecto, se puede consultar las objeciones que formula Moishe Postone a Habermas al suponer una concepción “transhistórica” del trabajo (Postone, 2006).
viii La argumentación habermasiana (1982) en torno al carácter antropológico de la técnica se desarrolla también como fundamento, en parte, de una teoría del conocimiento que liga el desarrollo de las ciencias caracterizadas como empírico-analítica al despliegue del trabajo social.
ix Al respecto, se pueden confrontar con las agudas objeciones que plantea Thomas McCarthy (1995: 89-91).
x Aquí adquiere resonancia indudablemente las célebres expresiones de Max Weber sobre los medios y el fin de la acción social; Habermas señala que la conceptualización weberiana pretende valer para toda acción social, mientras que Arendt sólo lo delimita al trabajo productivo como actividad humana que, además, se contrapone a su concepto de acción (1980: 206).
xi Sin embargo, se podría alegar que Lukács parte de una noción de trabajo diferente (Infranca; Vedda, 2012).
xii Para abordar cabalmente el problema de la crítica a la tecnocracia en Habermas, McCarthy se ha remontado a los albores de la modernidad, aludiendo a un proceso que ha denominado “la cientifización de la política” (1995: 19). Pero, desde el enfoque de Arendt, la expresión misma sería un absurdo: esa “cientifización” equivaldría a la abolición misma de la acción política en sentido estricto.
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Juan Alberto Fraiman | Argentina
Licenciado en Comunicación Social. Doctor en Ciencias Sociales por la Universidad Nacional de Entre Ríos. Docente de Epistemología en la Licenciatura en Comunicación Social y Licenciatura en Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de Entre Ríos; docente de Epistemología en la Facultad de Humanidades, Artes y Ciencias Sociales, Universidad Autónoma de Entre Ríos. Filiación Institucional: Facultad de Ciencias de la Educación, Universidad Nacional de Entre Ríos. Área de Especialidad: Epistemología de las Ciencias Sociales, Teoría Crítica.
E-mail: juanfraiman@hotmail.com
Acerca del artículo
Este artículo es producto de una reformulación y reflexión derivada de un tramo de la Tesis de Doctorado en Ciencias Sociales inédita, titulada “Trabajo y socialización: un estudio comparativo entre la Teoría de la acción comunicativa de Jürgen Habermas y la Teoría del reconocimiento de Axel Honneth”, defendida y aprobada el 12 de abril del año 2017 (Facultad de Trabajo Social, UNER).
Fecha de recepción: 06/02/2018
Fecha de aceptación: 28/06/2018